martes, 19 de abril de 2016

El secreto del chef solitario








Cuando el cocinero salió del Restaurant Alter Keller era noche cerrada, y la fina y helada lluvia que envolvía Rothenburg había desecho la nieve de las calles, dejando a la vista el oscuro y simétrico empedrado, similar a las escamas de una serpiente. Como siempre, se volvió y disfrutó unos instantes de la fachada medieval de la antigua bodega. Pasó sus dedos por la argamasa porosa de la reconstruida pared, sintiendo cómo la fría piedra se templaba con la paz que abrigaba su alma. Flotaba en el aire un fino aroma a carne especiada, huido de los fogones aún calientes de su cocina.

Había sido una buena jornada. Los clientes solicitaron su presencia en el salón para estrechar con entusiasmo la mano del arquitecto de aquellas maravillas culinarias. Él, como siempre, sonreía con pudor, la mirada baja. «Este hasenpfeffer  es sublime; jamás había probado un cocido de conejo tan soberbio» decía uno. «El escalope jaeger tenía el punto exacto de rebozado; gran acierto combinarlo con la salsa de arándano rojo” añadía otro. “La mezcla de sabores en el rheinischer sauerbraten estaba tan compensada que costaba distinguir los ingredientes, y las jugosas lonchas de carne parecían flotar sobre la salsa de guindilla” expresaba un gourmet de renombre que se había presentado de improviso, seducido por la fama del nuevo chef. Y él se encogía de hombros, con modestia, murmurando un torpe agradecimiento.

Cruzó la Goldene Ringgasse  y enfiló por la calle Alter Keller, en dirección a Hofbronnengasse, donde vivía. A esas horas, muchos comercios estaban cerrados, pero la schneeballenträume del señor Diller seguía deleitando a su clientela y a los viandantes con el olor a canela y chocolate de sus famosas bolas de navidad.

Mientras recorría la calle Burggasse sintió un escalofrío al levantarse una fuerte corriente de viento, proveniente del Tauber, que  se había colado con violencia en un claro que formaban las casas. El chef se arrebujó en su gabán y apretó el paso. Torció a la derecha y entró en su calle.

En ese momento, varios individuos surgieron de las sombras y lo empujaron contra el suelo. Sintió cómo una rodilla se clavaba en su mandíbula mientras unas fuertes manos apresaban las suyas en la espalda. Una potente voz rompió el sosiego de la noche:

—Franz Liebhert. Queda usted detenido.

El día del juicio no se hizo esperar. La jueza, menuda y de talante hosco, lo miró con evidente desprecio y preguntó: 

—Señor Liebhert, ¿cómo se declara de los cargos de asesinato, mutilación y canibalismo que se le imputan?

Su abogado, indeciso, se giró hacia él que, con la cabeza gacha, asintió.

—Señoría, mi cliente se declara culpable de los cargos de asesinato y mutilación, no así del de canibalismo. Refiere que él, únicamente, cocinaba y servía las... eh... partes, pero que nunca las consumió.