Cuando
el cocinero salió del Restaurant Alter Keller era noche cerrada, y la fina y
helada lluvia que envolvía Rothenburg había desecho la nieve de las calles,
dejando a la vista el oscuro y simétrico empedrado, similar a las escamas de
una serpiente. Como siempre, se volvió y disfrutó unos instantes de la fachada
medieval de la antigua bodega. Pasó sus dedos por la argamasa porosa de la
reconstruida pared, sintiendo cómo la fría piedra se templaba con la paz que
abrigaba su alma. Flotaba en el aire un fino aroma a carne especiada, huido de
los fogones aún calientes de su cocina.
Había
sido una buena jornada. Los clientes solicitaron su presencia en el salón para
estrechar con entusiasmo la mano del arquitecto de aquellas maravillas
culinarias. Él, como siempre, sonreía con pudor, la mirada baja. «Este
hasenpfeffer es sublime; jamás había probado un cocido de conejo tan soberbio»
decía uno. «El escalope jaeger tenía el punto exacto de rebozado; gran acierto
combinarlo con la salsa de arándano rojo” añadía otro. “La mezcla de sabores en
el rheinischer sauerbraten estaba tan compensada que costaba distinguir los
ingredientes, y las jugosas lonchas de carne parecían flotar sobre la salsa de
guindilla” expresaba un gourmet de renombre que se había presentado de
improviso, seducido por la fama del nuevo chef. Y él se encogía de hombros, con
modestia, murmurando un torpe agradecimiento.
Cruzó
la Goldene Ringgasse y enfiló por la calle Alter Keller, en dirección a
Hofbronnengasse, donde vivía. A esas horas, muchos comercios estaban cerrados,
pero la schneeballenträume del señor Diller seguía deleitando a
su clientela y a los viandantes con el olor a canela y chocolate de sus famosas
bolas de navidad.
Mientras
recorría la calle Burggasse sintió un escalofrío al levantarse una fuerte
corriente de viento, proveniente del Tauber, que se había colado con
violencia en un claro que formaban las casas. El chef se arrebujó en su gabán y
apretó el paso. Torció a la derecha y entró en su calle.
En
ese momento, varios individuos surgieron de las sombras y lo empujaron contra
el suelo. Sintió cómo una rodilla se clavaba en su mandíbula mientras unas
fuertes manos apresaban las suyas en la espalda. Una potente voz rompió el
sosiego de la noche:
—Franz
Liebhert. Queda usted detenido.
El
día del juicio no se hizo esperar. La jueza, menuda y de talante hosco, lo miró
con evidente desprecio y preguntó:
—Señor
Liebhert, ¿cómo se declara de los cargos de asesinato, mutilación y canibalismo
que se le imputan?
Su
abogado, indeciso, se giró hacia él que, con la cabeza gacha, asintió.
—Señoría,
mi cliente se declara culpable de los cargos de asesinato y mutilación, no así
del de canibalismo. Refiere que él, únicamente, cocinaba y servía las... eh...
partes, pero que nunca las consumió.